Todos los viernes, el niño traía comida a la tierra árida y desolada.

Interesante

Hasta que llegó la primavera, el verdadero destinatario fue finalmente revelado.

En enero, el frío alrededor de Novomijailovsk era tan intenso que la escarcha en los cables eléctricos brillaba al sol.

Kirill Timofeev, de siete años, se despertaba antes del despertador de su madre todos los viernes—solo ese día de la semana.

Por lo demás, todo transcurría con normalidad: jardín de infancia, escuela, trabajo, tiendas.

Pero para el niño, el viernes era un día especial: en una vieja cesta gris que antes usaba la abuela, colocaba con cuidado unos “regalos”: un trozo de pan, algo de fiambre, una manzana o cualquier otra cosa que encontraba sobre la mesa de la cocina.

—¿Otra vez con la comida? —gruñó su hermano mayor, Maksim, mientras se cepillaba los dientes.

—Sí —respondió Kirill, bajando la cabeza y apretando con más fuerza el asa de la cesta.

Su madre, Natalia Petrovna, conocía sus “excursiones”, pero no intervenía: el carácter de su hijo era terco y preguntarle parecía inútil.

La única condición que ponía era:

—No salgas cuando esté oscuro.

Kirill siempre aceptaba obediente, salía después de la escuela y volvía antes de que anocheciera.

El terreno desolado comenzaba justo después de las vías del tren.

Allí había una vez una fábrica de paneles para muebles, pero ahora solo quedaban losas de cemento rotas, zanjas medio llenas y algunos álamos solitarios.

En invierno, ese lugar parecía aún más fantasmal, como si el frío hubiera arrancado toda señal de vida.

La gente lo evitaba, diciendo que bajo las losas había chatarra metálica afilada que podía cortar.

Además, una manada de perros callejeros que rondaba por la zona asustaba a los transeúntes.

Pero Kirill se adentraba hasta el rincón más remoto del campo.

Más allá del montón de losas, había un pequeño agujero cubierto con una losa de cemento.

Parecía un refugio, parecido a una pequeña habitación.

El niño ponía la cesta en el suelo y sacaba la comida.

—Hola, soy yo otra vez —susurraba, como si alguien pudiera oírlo.

Desmigajaba el pan, cortaba el fiambre con un cuchillito viejo y colocaba todo sobre un periódico doblado.

Al principio se iba rápido, asustado.

Pero tras tres semanas empezó a quedarse un poco más, sentado sobre una losa, frotándose las botas en la nieve.

Después de cinco o diez minutos, un perro joven, rojizo, salía cojeando de la boca del agujero, con una pata trasera lastimada.

De alguna manera había sobrevivido entre los callejeros.

No permitía que el niño se acercara más de dos metros.

Kirill lo llamaba Casper.

—Come, Cas, antes de que lleguen los otros y te lo quiten —susurraba.

El perro tomaba el fiambre, se alejaba un poco, pero sus ojos dorados ya no mostraban el miedo de antes.

Así pasó el invierno: escuela, tareas, tablas de multiplicar, y cada viernes—el campo y Casper.

A finales de febrero llegó una ola de frío: menos veinticinco grados.

Ese viernes comenzó una tormenta de nieve, pero Kirill logró convencer a su madre para que lo dejara ir al “club de robótica”.

Escondió la cesta bajo el abrigo.

Se dirigió al campo, cubriéndose el rostro con una bufanda.

Casper no se veía.

La losa estaba helada al tacto.

Kirill se arrodilló, puso el pan y silbó, como le había enseñado su abuelo.

Silencio.

Luego, desde el fondo, llegó un débil maullido.

—¿Casper?

La nieve le llegaba hasta el cuello.

El niño decidió gritar:

—¡Cas, sal fuera!

Nadie apareció.

Debajo de la losa reinaba la oscuridad.

Kirill encendió la linterna y la apuntó adentro: no veía escalones, pero tampoco nieve.

El espacio era más bajo que el terreno congelado.

Evaluando la situación, Kirill apretó los dientes:

—Espera. Vuelvo enseguida.

Empujó la losa con las manos temblorosas y bajó al agujero.

No había escaleras, tuvo que saltar directamente sobre el cemento.

El haz de la linterna reveló un pasillo viejo lleno de tuberías, oxidado por el tiempo…

y el perro rojizo, sentado con la pata herida doblada debajo de sí.

El perro abrió los ojos.

Algo se movía cerca de él.

Kirill frunció el ceño y suspiró: bajo la panza de Casper se movían dos pequeños cachorros.

El maullido era de ellos.

—¿Así que te hiciste papá? —dijo el niño sorprendido.

Dejó la linterna en el suelo y se sentó.

El perro gruñó bajito—no con agresividad, sino como advertencia.

—No tengas miedo.

Te traigo comida. Ahora también alimentaremos a los pequeños.

Los cachorros comían con dificultad.

Casper tomaba el fiambre, lo masticaba, escupía la pulpa y la empujaba hacia los cachorros.

Kirill se detuvo: ¿realmente podía hacer eso?

El viento aullaba sobre la losa.

El frío le calaba los huesos.

El niño entendió que el perro no aguantaría mucho.

Se levantó y tocó la pata: estaba hinchada.

—Espera. Voy a buscar ayuda.

Casper lo miró como preguntando: “¿Volverás?”

Kirill salió arrastrándose, volvió a colocar la losa en su lugar y corrió hacia la calle, sintiendo el pecho arder con cada respiración.

Un autobús de la línea 12 estaba parado en la parada.

Kirill subió de prisa y gritó:

—¡Hay cachorros y un perro! ¡Están a punto de morir!

El conductor se volvió:

—¿En qué grado estás?

—Cuarto. ¡Por favor, ayúdanos!

Un nombre le vino a la mente—Minin, el vecino que arregla autos y acoge animales callejeros.

Kirill tomó el teléfono y llamó.

—Tío Sergei, ¡ayuda! Hay un perro con cachorros bajo una losa en el campo.

Cinco minutos después, el Ford diésel de Minin rugía por la carretera nevada.

Abrieron la vieja losa con una palanca.

Sergei Minin bajó primero, seguido por Kirill.

El perro gruñó, pero cuando reconoció al niño, lo empujó con el hocico.

—Fractura articular —dijo Minin al examinar la pata—. Toma los cachorros.

El perro irá en el maletero, lo cubrimos. ¿Me ayudas?

Apenas lograron sacarlos a todos.

Casper gimió de dolor, pero resistió.

Sergei lo puso en una caja y lo cubrió con un abrigo viejo.

—Sujétalo bien.

El viento se calmó solo por la noche.

Casper y los cachorros ocuparon un rincón del taller, junto al radiador.

En la nevera había vacunas y sueros, gracias a la amistad con la veterinaria Anna Leonidovna.

Después de curar al perro y dar leche tibia a los cachorros, Kirill se inquietó y preguntó:

—¿Puedo ir a visitarlos?

—Claro, ven el fin de semana —asintió Minin—. Pero sé honesto en casa.

—Está bien.

Al principio, su madre se enfadó:

—¡¿Cómo pudiste meterte en ese agujero?! ¡Podrías haberte congelado y muerto!

Luego escuchó a su hijo hablar de los cachorros, secándose las lágrimas en silencio.

—Llamó a Anna Leonidovna. Dijo que los cachorros serán adoptados —contó Natalia Petrovna esa noche—.

Pero el perro no volverá a la calle: es viejo. Tal vez alguien lo adopte…

Maksim, el hermano mayor, gruñó desde la computadora:

—Quédatelo tú. Tenemos patio. Será tu guardián.

La madre se giró de golpe:

—¿En serio?

—Bueno, ¿qué pasa? El perro no es joven, los cachorros serán más fáciles de cuidar.

Kirill no lo podía creer:

—¿De verdad? Es un buen perro. No es peligroso.

—Bien, decidido. Uno no sirve para el estacionamiento, el otro será útil en casa —explicó Maksim encogiéndose de hombros, como si fuera obvio.

La nieve primaveral se derritió de forma irregular.

El sábado, el mismo Minin llevó a Casper a casa de los Timofeev:

—Los ojos casi sanados, la pata se está recuperando. Aquí tienes los documentos: desparasitación, vacunación.

Kirill puso las manos sobre el lomo rojizo del perro:

—Mira, ahora es nuestro. ¿Lo entiendes?

Casper lamió la palma del niño y, tras pasear por el patio, empezó a olfatear los nuevos olores.

Los cachorros fueron acogidos por Vadik, compañero de Kirill, y por una bibliotecaria del pueblo.

Ahora Kirill iba a la escuela como si flotara unos centímetros sobre el suelo.

Al final del año, la maestra dio un tema para escribir:

—Escriban un texto: “Lo mejor que hice este invierno.”

Kirill escribió con cuidado las torpes letras, reflexionando:

—A veces hay que ir a un lugar que da miedo para ayudar a quien es más débil.

La verdadera bondad no es solo compartir un trozo de pan; es quedarse cerca hasta que el frío se transforme en calor.

La maestra leyó su texto y sonrió:

—¿Y luego qué pasó?

—¿Luego? —Kirill se encogió de hombros—. Ahora el viernes ya no es el único día en que puedes hacer algo bueno.

El responsable de la radio escolar sugirió:

—Quizás podrías contarlo a todos.

Kirill acarició la oreja del perro y asintió:

—No hace falta decírselo a todos. Lo importante es que el perro vive y ya no tiene hambre.

Casper chasqueó el hocico, como para estar de acuerdo.

Cuando llegó el verano, Natalia Petrovna notó algo:

Kirill, como siempre, tomaba la cesta del viernes.

Pero ahora la llevaba no al campo, sino a la casa de reposo al final de la calle.

Allí presentó a Casper a los ancianos, y el perro se dejó acariciar pacientemente.

—¿Por qué lo haces? —preguntó la madre.

—Algunas personas necesitan pan —encogió los hombros Kirill—, otras solo cinco minutos de charla.

Como en invierno: si hay calor, hay que compartirlo.

Natalia Petrovna vio a su hijo alejarse con la cesta y el perro, pensando en cómo a veces los milagros nacen de la perseverancia de un niño: cuidar de quienes los adultos han aprendido a ignorar.

Y en el campo detrás de las vías, la hierba brotó entre las piedras.

La gente volvió a caminar hacia el estanque—ya no estaba la manada de perros.

Pero si escuchabas con atención, podías oír un débil eco en el viento que susurraba: el crujir de la losa que cubre el agujero y la voz lejana de un niño:

—Cas, te lo traje. Come, antes de que los otros te lo quiten.

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